DESDE EL ESCRITORIO DEL PÁRROCO

Estimados Feligreses de Santa María,

            Puede resultar raro decir esto, pero nunca debimos morir. De hecho, la muerte no es natural. Nos hemos acostumbrado tanto a pensar que morir es parte de lo que significa ser un ser humano, como si fuera parte de nuestra naturaleza, como lo es respirar oxígeno. No para nosotros los cristianos. Tenemos una forma completamente diferente de acercarnos al "final". La primera lectura de la Misa de este domingo comienza a revelar una realidad más profunda: Dios no hizo la muerte”, dice el autor en el Libro de la Sabiduría. Él revela que esta muerte que infunde temor en los corazones de los hombres no era originalmente parte del plan de Dios para nosotros. ¿Podría ser por eso que los funerales son tan dolorosos? Deseamos íntimamente estar con nuestros seres queridos para siempre. Incluso podemos decir, que en cada uno de nosotros arde el eco de la eternidad, encarnado en la persona que amamos. Como prueba de ello, mire como con que admiración, un padre sostiene a su hijo recién nacido en sus brazos por primera vez. Puede ver un destello de esta eternidad en sus ojos. Anhelan detener este momento, en la eternidad, perpetua y preciosamente. Sin embargo, el hombre debe rendirse frustrantemente, tarde o temprano. Debe levantar los brazos en señal de derrota, sabiendo que la muerte siempre lo alcanzará, sin importar cuánta fruta y verdura consuma. La muerte gana. ¿O no es así?

  La primera lectura continúa: “Dios creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo;”. Ahí está de nuevo. Es el secreto del gozo de la vida cristiana. El autor vuelve a referirse al plan original de Dios. Nunca debimos morir. Deseamos la eternidad porque somos creados por un Dios eterno. No somos simplemente simios sin sentido, ni un subproducto de un cosmos helado. No, originalmente los seres humanos fuimos creados para ser semejantes a Dios, para compartir la naturaleza misma del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Sólo cuando el pecado entró en el mundo, es cuando le sigue la muerte. El dolor nos persigue, tal como lo hizo con el funcionario de la sinagoga en el pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar este domingo. Su hija está enferma, al borde de la muerte. El amor eterno del corazón de su padre se está rompiendo. Él va a hacia Jesús, no, corre hacia Jesús. Se dirige al único que tiene poder sobre la muerte misma. Grita desde lo más profundo de su alma, como todos los padres y madres de la historia que se han enfrentado a la terrible e inimaginable tragedia de enterrar a su hijo: «Mi hija está agonizando; ven e impón tus manos sobre ella para que se mejore y siga viviendo.» (Cf. Marcos 5:23)

              El “funcionario de la sinagoga” anónimo, ocupa el lugar de todos nosotros. Él somos nosotros. Nosotros somos él. Debemos acudir a Jesús y traerle este dolor, de lo contrario, ¿a dónde más podemos ir? No podemos ignorarlo. Claro, podemos intentar adormecerlo con cualquier sustancia ilícita que podamos conseguir, pero todos sabemos que la oscuridad siempre regresa. Jesús es el único que tiene la respuesta duradera. "No tengas miedo; solamente ten fe." (Cf. Marcos 5:36). Él nos tranquiliza. La fe está arraigada en la confianza. No en nuestro propio poder y habilidades, sino en Él y sólo Él. Sólo el Dios eterno puede restaurar la eternidad en nosotros. Sólo el Dios eterno tiene la audacia de decir: «Talitá kumi», que quiere decir: «Niña, te lo digo, ¡levántate!» (Cf. Marcos 5:41).

Un Esclavo de Jesucristo,

Padre Brian J. Soliven

 

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