DESDE EL ESCRITORIO DEL PÁRROCO

Estimados Feligreses de Santa María,

Hay una frase que se escucha en cada Misa que debería ser familiar para todos nosotros. Oímos al sacerdote decirlo poco antes de que recibamos la Sagrada Comunión. Antes de decirlo, el sacerdote es instruido que se arrodille en señal de reverencia, hace una pausa en adoración silenciosa y luego se pone de pie lentamente. Con una mano sosteniendo el cáliz dorado y la otra, levantando delicadamente el Cuerpo consagrado de Cristo, el sacerdote sostiene lo más preciado, santo y sagrado de la fe católica. Muchos de nuestros antepasados murieron a causa de esta enseñanza, de hecho, muchos todavía lo hacen alrededor del mundo (el cristianismo es la religión más perseguida en la tierra, pero dejaré ese tema para otro día). Mientras el sacerdote levanta el Precioso Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor ante los ojos de todos los reunidos en la iglesia, proclama: "¡He aquí el Cordero de Dios!" Esta frase que escuchamos en cada Misa está llena de profundidad y sig- nificado. Es la versión teológica de una estrella de neutrones galáctica. Por suerte, la lectura del Evangelio de este domingo nos permite tocar la superficie de esta frase.

Comienza inmediatamente con Juan el Bautista con dos de sus discípulos. Es importante recordar aquí la mi- sión de Juan. Como nos dice el Evangelio de Mateo en el capítulo 3:1-12, Juan predicó: "Conviértanse, porque el reino de los cielos está cerca...la gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por el en las aguas del Jordán, confesando sus pecados...yo los bautizo con agua para que se conviertan. Pero aquel que viene de tras de mi es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias". Su rol era llevar a la gente a confesar sus pecados. Si lo hacían, estarían listos para recibir al que vendría después de él. Todos sabemos quién sería. Es el mismo Jesucristo. A pesar de que Juan hizo que la gente confesara sus pecados, él sabía que nunca podría quitar la culpa de estos pecados. La justicia divina exige el infierno por nuestras transgresiones.

Juan entendió esto, como el hijo de un sacerdote judío en el Templo de Jerusalén. Habría estado familiarizado con los intrincados rituales religiosos que se realizaban allí, donde los judíos venían de todo el Imperio Romano y traían animales para ser sacrificados. Durante las veinticuatro horas del día, día y noche, los animales eran llevados al altar frente al Templo, lo que representaba la culpa de sus pecados. Entonces el sacerdote sacrificaba al animal como señal de que sus pecados habían sido perdonados. Para nuestros oídos modernos, esto es absolutamente aborrecible y ajeno. En el mundo antiguo, esto era común. Los animales eran ofrecidos como sacrificio en un acto religioso. Pero todo esto era meramente simbólico. ¿Cómo puede el sacrificio de un animal realmente quitarme el castigo que me corresponde? ¡No puede! Aquí es donde ahora brilla la belleza y el escándalo del cristianismo. Jesucristo es el verdadero "Cordero de Dios", cuya sangre será derramada en la cruz. Precisamente porque Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, solo él puede pagar el precio de nuestros pecados a través de su muerte. Los siglos de sacrificios de animales han conducido a este evento fundamental. Juan el Bautista es el primero en entender esto, cuando ve a Jesús caminando y grita: "¡He aquí el Cordero de Dios!"

Un Esclavo de Jesucristo,

Padre Brian J. Soliven

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