Desde El Escritorio del Párroco

Estimados Feligreses:

El personal de la oficina quedó atónito cuando se contaron los totales de la Campaña Misionera del fin de semana pasado. Nuestra parroquia recaudó la cantidad de $13,000. Nadie podía recordar la última vez que se vio un número tan alto. En nombre del Padre Denis “The Menace” Hatungimana y de mi parte, quiero agradecerles por su generosidad. Tanzania es un lugar lejano y exótico para la mayoría de nosotros. Su mero nombre evoca escenas de “Geografía Nacional” (National Geographic) o a nuestra clase de estudios sociales del octavo grado. Digo, para mi vergüenza, que la mayoría de la gente probablemente sea como yo, y les resulte difícil señalar este país africano en un mapa. Y, sin embargo, a pesar de esto, muchos de ustedes aun así dieron de su dinero ganado con el sudor de su frente, durante estos tiempos económicos inciertos. Sin embargo, no debería sorprenderme tanto; dar está en nuestra sangre Cristiana.

La generosidad ha sido un sello distintivo de los seguidores de Jesucristo desde el comienzo de la Iglesia hace más de 2000 años. En los primeros siglos, los paganos estaban asombrados por nuestro estilo de vida caritativo. En un famoso documento escrito en el año 130 d.C., titulado “Carta a Diogneto”, un cristiano le escribe a un no cristiano que está desconcertado por esta nueva religión que surge en el Imperio Romano (el cristianismo tenía solo unos cien años en ese momento. El número total mundial de adherentes probablemente eran decenas de miles, en comparación con los 2 mil millones que son hoy). El autor escribe:

Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. 

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo.

Como cristianos, estamos llamados a dar extremadamente de nuestra riqueza a Dios. ¿Por qué? ¿Dios está pobre? ¿Tiene que pagar el alquiler? ¿Quizás Dios es como la mafia, a quien debemos pagar? ¡Absolutamente no! Dios no tiene necesidad de nuestras riquezas. Sin embargo, Dios desea algo exponencialmente más importante. Él quiere nuestros corazones. Desde el Pecado Original, hasta el principio del Libro del Génesis con Adán y Eva, la humanidad se separó de Dios. Lo reemplazamos con el amor al dinero, las posesiones y nuestro imponente ego. Dios sabe que amamos demasiado estas cosas mundanas. Para volver lentamente nuestros corazones, Él nos  llama a cada uno de nosotros a devolverle un porcentaje de los ingresos. Aunque la Iglesia nunca nos ha dado una cantidad exacta para dar cada domingo, sí nos pide que seamos “dadores alegres” (cf. 2 Cor 9:7). Lo que sea que demos, solo asegúrate de que lastime. Esa es una señal de que nuestro orgullo llora de dolor al ser reemplazado por el amor divino para el que fuimos creados originalmente.

Padre Brian J. Soliven

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