DESDE EL ESCRITORIO DEL PÁRROCO

Estimados Feligreses de Santa María,

Cuando estaba en la secundaria, comencé a despreciar ir a la Misa dominical. Cuando escuchaba los pasos de mis padres caminando hacia mi habita-ción por la mañana para despertarme, fingía que esta-ba en un sueño profundo, "Brian, es hora de alistarte para ir a Misa". No respondía. Quince minutos des-pués, mi mamá volvía a tocar mi puerta: “¿Aún estás durmiendo? ¡Levántate!" Aún sin respuesta. Diez mi-nutos más tarde, mi papá entraba, "¡LEVÁNTATE AHORA!" Era entonces cuando sabía que la batalla estaba perdida. Esta rutina continuaría durante meses, mientras ponía a prueba la fuerza de la determinación de mis padres hasta que finalmente yo gané. Simple-mente no quería ir a Misa; fin de la historia. Si me preguntaran por qué, les habría dicho simplemente: “¡Porque la Misa es aburrida!”

Muchos de nosotros podemos fácilmente caer en la misma mentalidad aún más allá de la secundaria. No nos gusta la Misa por una razón u otra. No me gusta la música. No me gusta la gente. La homilía del padre es demasiado larga o demasiado corta. Hablaba demasiado de política; habló muy poco sobre política. No me gustan sus vestimentas. Hace demasiado calor en la iglesia o demasiado frío (¡sí, es común tener am-bas quejas en la Misma Misa!). Cualquiera que sea la razón, puede ser mi ego el que esté en el centro. Pode-mos olvidar fácilmente quién debería ser nuestro pun-to focal: Jesucristo en la Santísima Eucaristía. Inde-pendientemente de cómo me sienta subjetivamente ese día, o de cuán justificada pueda ser mi queja, po-demos distraernos fácilmente del regalo alucinante que se nos ofrece. Dejando de lado todo lo demás, Je-sús viene a nosotros en cada celebración de la Misa en ese pedacito de “pan” y el sorbo de “vino”.

En el Evangelio se nos cuenta la triste historia del regreso de Jesús a casa. Regresa al pueblo donde creció. Estos eran sus vecinos, sus amigos, las mismas personas que lo conocían personalmente por su nom-bre. Intentó enseñarles los caminos de Dios, pero ellos se burlaron de él en su cara “y se escandalizaron de él”. Se negaron a aceptarlo porque sus egos simple-mente no les permitían ver la hermosa verdad. Dios había descendido entre ellos, caminando literalmente entre ellos. “¡Imposible!” Ellos pensaron. El Evange-lio concluye: “(Jesús) Y no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente”. (Cf. Marcos 6,5-6). Tener fe re-quiere mirar más profundamente de lo que mis ojos pueden penetrar. El cristiano debe mirar con algo más que sus ojos físicos, que son fácilmente susceptibles a la distracción y a mis propias nociones preconcebidas de cómo debería ser la realidad. Ultimadamente, la fe está arraigada en la confianza, no en nuestros propios poderes sino en la Palabra de Dios. “Yo soy el pan de vida”. Nos lo dice en el Evangelio de Juan. “El que come de este pan vivirá para siempre”. Si esto sucede en cada Misa, entonces para mí es suficiente. Indepen-dientemente de la música, el tema de la homilía, la temperatura del lugar o cualquier otra cosa, solo dame a Jesús en la Eucaristía.

Un Esclavo de Jesucristo,

Padre Brian J. Soliven

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