Desde El Escritorio del Párroco

Estimados Feligreses de Santa Maria:

En la noche del 30 de septiembre de 1897, un grupo de monjas carmelitas estaban reunidas en un cuarto lleno de gente de la enfermería del convento donde una de ellas llegaba a su fin. “Durante más de dos horas, un terrible ruido le desgarró el pecho”. Escribió una de las hermanas que estuvo en la habitación esa noche. “Tenía la cara azul, las manos moradas, los pies fríos y temblaba en todos los miembros. El sudor se destacaba en enormes gotas en su frente y rodaba por sus mejillas. Sus dificultades para respirar seguían aumentando, y para respirar emitía pequeños gemidos involuntarios”. Era un cuadro lamentable y doloroso para los que estaban en la habitación. Todo lo que podían hacer era observar en silencio mientras los últimos respiros que le quedaban salían de sus pulmones jóvenes pero enfermos. Entonces, de repente, agarró el crucifijo con las fuerzas que le quedaban y miró fijamente la imagen de Jesús clavado; exclamó su última declaración de alabanza: “¡Dios mío, te amo!” Entonces ella se fue. Su cabeza cayó hacia atrás contra la almohada y suelta sin vida hacia la derecha.

La persona no era otra que Santa Teresa de Lisieux. Sus últimas palabras no podrían haber sido más adecuadas. Se esforzó por amar a Dios lo mejor que pudo. Tan simples como fueron, “Estas últimas palabras de la santa son la clave de toda su doctrina, de su interpretación del Evangelio; el acto de amor, expresado en su último suspiro, era como la respiración continua de su alma, el latido de su corazón.” Su vida giraba en alrededor de buscarlo con más fervor, a través de tremendos actos de amor que se manifestaban hasta en los más mínimos gestos. El Papa Juan Pablo II, en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte, se refirió a ella como una “experta en la scientia amoris”. (Ciencia del amor)

La historia de vida de Santa Teresa ha cautivado a personas de todo el mundo, con su autobiografía en ochenta y nueve ediciones y su disponibilidad en más de sesenta idiomas. En francés, La Historia de un Alma ocupa el segundo lugar después de la Sagrada Biblia, en su dispersión. El gran atractivo que El Caminito ha logrado durante el último siglo se debe en gran parte a su sorprendente aplicabilidad y absoluta simplicidad. Uno no necesita escapar al aislamiento del desierto egipcio como los Padres del Desierto de antaño, o detrás de los muros enclaustrados de un monasterio medieval para abrazar su espiritualidad. Ni siquiera necesitamos practicar la pobreza radical, como San Francisco y Santa Clara. Tampoco es necesario recorrer el campo predicando el poder de Cristo en las esquinas de las calles, como lo hicieron Santo Domingo y sus primeros seguidores. Tampoco requiere un intelecto imponente, como San Agustín o San Anselmo, para penetrar en sus profundidades. Todo lo que Santa Teresa pide es la voluntad de amar a Dios en todos los aspectos de la vida. Y este amor se puede practicar en cualquier lugar, detrás de los muros de un convento, en los campos misioneros, en la familia, en el trabajo, y en cualquier época o edad. Como su nombre indica, El Caminito no necesita grandes gestos ni grandes hazañas. Puede aplicarse en las circunstancias normales y cotidianas que forman parte de la condición humana, independientemente de la vocación única que cada uno de nosotros estamos llamados a seguir. La espiritualidad de El Caminito no es sólo un único camino directo a la santidad, sino más bien una composición de partes críticas unidas por una única motivación. Así como una gran orquesta está formada por una legión de músicos, El Caminito  tiene al amor como su compositor central.

Padre Brian J. Soliven

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