DESDE EL ESCRITORIO DEL PÁRROCO

Estimados feligreses de Santa Maria:

Permítanme comenzar con una pregunta provocadora: ¿Es mejor la vida con Dios o sin Dios? ¿Qué dirían ustedes? ¿Vale la pena o no una relación con Él? Vamos a imaginarnos por un momento que Dios no es importante. El significado de mi vida será completamente de mi propia elección. Sin Dios como la fuente de mi autoestima, rápidamente comenzaré a compararme con los que me rodean. ¿Quién tiene el mejor trabajo? ¿Quién tiene más dinero? ¿Quién tiene la camioneta más grande? ¿Quién tiene el mejor cuerpo? ¿Mejor ropa? ¿Quién tiene mejor familia? ¿Mejores hijos? ¿Mejor esposo? ¿Mejor esposa? Se sentirá como un juego interminable que nunca tendrá fin, sin un verdadero ganador, sin importar mis logros. Siempre habrá alguien con más. Sin Dios, debo basar mi valor en factores externos. No importa cuánto esfuerzo le ponga, todas esas cosas eventualmente se desvanecerán. Por eso es que la preocupación por adquirir siempre lo más novedoso y actual se convierta en una obsesión.

 Sin Dios, debo determinar el propósito de mi existencia. Siempre buscaré el significado de por qué me levanto por la mañana. Viajaré por la faz de la tierra, saltando de una experiencia a la siguiente, con la esperanza de que, si sigo moviéndome, el sentimiento de vacío en mi alma podría desaparecer. Sin Dios, puedo caer más fácilmente en la adicción. Cualquiera que sea esa adicción, el resultado es siempre el mismo, buscando que el dolor desaparezca, al menos por un breve momento. Pero el sentimiento siempre regresa, ¿no es así? Incluso después de años de hacer lo mismo una y otra vez

Sin Dios, me convierto en el rey de lo que está bien y lo que está mal. Yo elijo lo que es bueno y lo que es malo. Ninguna fuerza externa puede decirme cómo vivir mi vida. Al principio, esta forma de vida puede ser divertida por un tiempo, tal como desayunar, almorzar y cenar helado. Eventualmente la ráfaga por la azúcar finalmente se desploma y mi cuerpo anhela comida de verdad. Sin Dios, solo tengo mi experiencia personal y mis sentimientos para guiarme. Como todos sabemos, el corazón humano es voluble.

 En otras palabras, me atrevo a decir que una vida sin Dios es como un desierto seco e infértil. No sé ustedes, pero yo no quiero vivir en un desierto. Quiero que mi vida sea como la primera lectura que escuchamos en la Misa de hoy. Del Libro de Isaías, escuchamos al gran profeta decir: “El desierto y la tierra árida se regocijarán; la estepa se regocijará y florecerá. Florecerán con abundantes flores y se regocijarán con cantos de alegría”. Él nos está diciendo que un día, Dios enviará a alguien a los áridos desiertos de nuestras vidas. Este misterioso personaje dará a nuestra vida un nuevo y decisivo sentido y restaurará lo perdido. ¡Esta persona de quien habla no es otra que JESUCRISTO! Jesucristo es Dios hecho carne, aquel a quien Dios prometió enviar para salvarnos hace siglos. Es a Él a quien buscamos cuando la vida se siente agotada y sin esperanza. Es Él quien nos revela nuestra verdadera gloria. Nuestro valor no se basa en lo material o el dinero, sino en el hecho de que tú y yo somos creados a su imagen y semejanza. Por eso estamos todos hoy aquí. Nos regocijamos con cantos de alegría por la venida del Mesías. Es El a quien Nuestra Señora de Guadalupe lleva en su vientre en la famosa imagen. Mírele los ojos; ella mira hacia el suelo. ¿Por qué? Ella reconoce que no es digna de llevarle a Él, quien que nos salvará. Mis hermanos y hermanas, no busquen más el sentido de la vida. Le han encontrado.

Un Esclavo de Jesucristo,

Padre Brian J. Soliven

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