Desde El Escritorio del Párroco

Estimados Feligreses de Santa Maria:

Uno de los aspectos hermosos de nuestra diócesis es su diversidad geográfica. Cubrimos una gran franja del norte de California, desde los centros urbanos de Sacramento hasta pequeñas parroquias rurales en las montañas. Es precisamente en uno de estos pueblos donde fui párroco. Con una población total de apenas 2,100 personas, el campanario de nuestra iglesia es la estructura más alta de la ciudad. El precio de su belleza, sin embargo, es el siempre inminente peligro de los incendios forestales. Solo el año pasado, tres incendios provocados por rayos en los bosques cercanos amenazaron a nuestra pequeña comunidad (la foto en la portada del boletín es uno de estos incendios). Durante semanas, el humo sofocó el aire fresco y literalmente bloqueó el sol. El mediodía parecía más como el anochecer. Junto con la Cruz Roja Americana, nuestro salón parroquial se convirtió en el centro de evacuación para los condados de Sierra y Plumas, con casi cien evacuados pasando por nuestras puertas. Nuestros fieles católicos estuvieron a la altura de la ocasión, recaudando más de $40,000 para ayuda directa a las víctimas del incendio. Muchos de los evacuados y voluntarios de la Cruz Roja comentaron cómo la Iglesia Católica se convirtió en un oasis de paz en medio de las llamas.

 Esa experiencia nos dio un respeto nuevo y profundo por el poder de un incendio forestal embravecido. A pesar de toda nuestra tecnología moderna de satélites y aviones, los bomberos que lucharon contra las llamas tenían poco control. El fuego se iba por donde quiera. A veces, todo lo que podían hacer era simplemente mirar con impotencia cómo las llamas arrasaban pueblos y vecindarios enteros en minutos. Cuando leí la lectura del Evangelio de este domingo de Lucas, inmediatamente recordé mi antigua parroquia: “Yo he venido para echar fuego sobre la tierra; y ¡cómo quisiera que ya estuviera encendido!” (Cf. Lc 12,49). Jesús es incontrolable, como un incendio forestal. Él va a donde quiere, sin importar cuánto tratemos de poner a Dios en una caja. Él consumirá la mala hierba del pecado que crece en nuestras vidas cuando le permitamos entrar. Pero a diferencia de un incendio forestal, el amor de Dios no destruye, sino que transforma. Toma a los pecadores débiles, pecadores mundanos y los convierte en poderosos santos. El discípulo cristiano es aquel que se lanza a las “llamas”.

Padre Brian J. Soliven

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